No tengo los ojos grandes, nunca los he tenido.
Aún más: los
tengo rasgados, café común, pestaña rala. Nada que llamara especialmente la
atención o que mereciera poemas. Nadie quien se sentara al piano a componerles dulces
melodías o que sufriera la provocación de quitarse la vida por no ser visto por
ellos.
Sinceramente.
Fueron y vinieron
de una cara a otra, de un libro a otro, del sol a la luna. Se iluminaron con
las piedras preciosas de algunos corazones, albergaron lágrimas por causas varias.
Sintieron miedo y el miedo reflejado de otros ojos encima de ellos. Vieron ocultarse
a otros ojos bajo el peso de sus párpados que caían cual cortina de hierro,
cohibidos.
Miraron con
insolencia porque no puedo domarlos, tienen vida propia. Dicen que “hablo” a
través de ellos. Y dicen… cosas.
Uno dijo: tus
ojos dicen que eres débil y sólo estás practicando vuelos bajos sin rumbo.
Otro: tus ojos hipnotizan
y me hacen querer decir tantas cosas.
Uno más: tus ojos
están húmedos de amor y deseo.
Yo, como criatura
imperfecta, no opongo resistencia a lo que ellos quieran decir del mundo. No es
verdad que sean la ventana de mi alma, porque soy lo bastante clara y directa como
para ocultar cosas. Simplemente ya no persigo a la gente en sus confesiones.
Adelante, miéntanse, miéntanme. Juren que no pasan las cosas que pasan dentro
de sus ojos. Culpen a los míos de ser hechiceros, brujos, insensatos.
Odien mi mirada vacía,
mi mirada escéptica, mi mirada de desilusión. Odien la burla escondida en ellos
y odien a sus ojos por mirar la verdad dentro de los míos. No me interesa que
mis ojos contengan la belleza de la calma, la brisa de las mañanas en las
alturas, el vapor de sus cuerpos grabados en ellos.
Al final se irá y
se irán y nada quedará en el centro.
Solo mis pupilas
dilatadas y abiertas, en celo.
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