La mayoría llegamos a este mundo solos y un ser humano nos acoge en su regazo, confirmándonos como su igual en especie. Hacemos comunidad, nos tendemos sobre un lecho y danzan las miradas curiosas alrededor para reconocer nuestro olor, nuestra morfología y asentir al unísono: sí, tú y yo somos de la misma sangre.
El dolor de separarnos de aquellos que nos hermanaron en carne y calor
nos activa el recuerdo de la solitud, nos vuelve al estado primigenio de la
unicidad. ¿Qué quiere el mundo de nosotros los humanos cuando nos obliga a
llegar solos, acostumbrarnos al otro y luego separar nuestros caminos? ¿Es esto
la burla del Dios de la que tanto hablan los que predican en el desierto? ¿Por
ello es que buscamos el calor como los perros?
Y la soledad se vuelve pronto amiga o condena. Admiro a los que han
luchado contra esa incompletitud y pasan su vida buscando a su tribu, a su otra
costilla o a su sombra. Admiro los resortes que los impulsan a sonreír con
confianza y juntar su corazón con el otro, recordando el pacto del nacimiento:
tú y yo somos de la misma sangre. Son gregarios y sus fantasías e ideas son
recibidas y compartidas en comunidad. Qué hermoso es que te reciban y te
escuchen, qué belleza es hacer común una idea.
Por mi parte, siempre navego sola. No acostumbro a ser parte de ningún
grupo ni a rendirme a credos ajenos. Ya no me enorgullece dicha soledad. Se que
estoy a la mitad de un viaje y que probablemente me hundiré en el océano sin
que alguien cante mis proezas. Una pirata sin tripulación, un cometa sin
alineación.
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